¡Que no se escape!

¡Que no se escape! Pere Borrell del Caso, "Dos niñas", colección particular, 1880

Del mismo modo que los templos se construyen para confinar a los dioses  y evitar que anden desperdigados por el mundo –imaginad qué molesto sería, y qué inconveniente–, podemos aventurar que el marco encierra la pintura para que esta no se derrame e inunde la realidad, o eso que llamamos realidad, con la otra realidad representada en lo que, sea cual sea su soporte, el marco convierte en “cuadro”. En realidad, son otros y diversos los motivos que justifican la existencia del marco, pero permitidme la licencia de incluir este entre ellos.


Charles-Amédée-Philippe van Loo, "La linterna mágica", National Gallery of Art, Washington DC, 1764
Los marcos, en la pintura, ofrecen muchas posibilidades. Pueden, sencillamente, no existir, pero también pueden desdoblarse, ornamentarse, deformarse, ser objeto de burla, romperse, abolirse… Esto último, precisamente, es lo que reclamaba Denis Diderot en su crítica sobre el Salón de 1763, ante el cuadro de Joseph Vernet Le port de La Rochelle. Diderot recomendaba que se contemplase la obra a través de unos anteojos, de modo que, al excluir el marco y hacer olvidar el hecho de hallarse ante un cuadro, el espectador se sintiese inmerso en la pintura, como si se hallase en lo alto de una montaña, espectador de la propia naturaleza. “¡Oh, el bello punto de vista!”, exclama, embelesado, el filósofo.

Joseph Vernet, "Le port de La Rochelle", Musée de la Marine (dep. Louvre), París, 1762
¿La cima de una montaña o, lo que es lo mismo, un punto de vista elevado? ¿Un cuadro sin marco? ¿La contemplación a través de un catalejo? ¿Un observador que, rodeado por la pintura, inmerso en ella, penetra en el cuadro y queda envuelto por la imagen? ¡Lo que Diderot reclama es el panorama! Sí, ese espectáculo patentado por Robert Barker en 1787 que consiste en una enorme pintura que abarca un ángulo de 360º, cuyos límites coinciden con el horizonte visual del espectador, de modo que este queda envuelto por la representación, y que se contempla desde plataformas elevadas, con ayuda de anteojos para poder apreciar los detalles de la ejecución. El panorama, sí, del que siempre estoy hablando –espero que me disculpéis– porque me fascina.

Johann Michael Sattler, "Panorama de Salzburgo", 1829
Aunque el panorama, como el diorama, recurre al trampantojo al colocar, en primer plano, elementos corpóreos que acentúan la profundidad e ilusionismo de las vistas pintadas, alcanza mayor amplitud que los trampantojos pictóricos, escultóricos o arquitectónicos que simulan la ruptura del marco y se hallan presentes en muchos momentos de la historia del arte, dado que, en el caso del panorama, el marco se suprime.

Louis Dumoulin, "Panorama de Waterloo", 1912
A lo largo de la historia, también, el marco se desdobla. El ejemplo más claro lo tenemos en el teatro, donde a la embocadura del escenario se puede sumar una sucesión de arcos escenográficos.


Representación de "Roberto el Diablo" en la Ópera de París, 1832
Pierre-Luc-Charles Cicéri, decorado para "Roberto del Diablo", de Giacomo Meyerbeer, 1831
Este desdoblamiento fue muy apreciado por los artistas románticos. En muchos cuadros vemos cómo el paisaje aparece dentro de un marco, ya se trate de una ventana, ya de otro tipo de embocaduras naturales o artificiales. Se trata de lo que Rafael Argullol denomina “encuadres de la escisión”: marcos que, al tiempo que realzan la vista y acentúan su profundidad, se alzan como muros que la separan del observador y convierten la naturaleza en una realidad aparte. Una realidad mucho mayor, desde luego, que la de los diminutos personajes que aparecen en la zona izquierda de La puerta en la rocas, de Schinkel, y tan inaccesible como la que Friedrich nos muestra en El acantilado de yeso en la isla de Rügen.


Karl Friedrich Schinkel, "La puerta en las rocas", Staatliche Museen, Berlín, 1818
Caspar David Friedrich, "El acantilado de yeso en la isla de Rügen", Oskar Reinhart Collection, Winterthur, 1818 c.

En la misma línea, aunque con una luminosidad diferente, propia del lugar donde se ambienta la pintura, se halla la Gruta sobre la bahía de Nápoles, de Carl Blechen.


Carl Blechen, "Gruta sobre la bahía de Nápoles", Wallraf-Richartz-Museum, Colonia, 1829
Carus nos brinda otro ejemplo de encuadramiento en el que naturaleza y ruinas se hermanan una vez más para enmarcar una vista nocturna del Coliseo, en la que aparecen unos minúsculos personajes, apenas discernibles.

Carl Gustav Carus, "Vista nocturna del Coliseo", Hermitage, San Petersburgo, 1830-32
Los marcos que encuadran las vistas pueden ser también artificiales, como la estructura arquitectónica –probablemente, el ojo de un puente– a través del cual contemplamos el paisaje fluvial del Spree en el crepúsculo, pintado por Schinkel.

Karl Friedrich Schinkel, "La vista del Spree en Stralau", Staatliche Museen, Berlín, 1817
Las vistas enmarcadas, las barcas, las ruinas, los crepúsculos y las noches son elementos frecuentes en la imaginería romántica. Hemos visto, en uno de los cuadros de Schinkel, una barca con tres personajes a orillas del Spree: ahora, gracias al pincel de Carus, navegamos por el Elba en esta otra nave cuya cabina proporciona el marco que encuadra la vista del río, con la ciudad de Dresde al fondo.

Carl Gustav Carus, "Paseo en barca por el Elba", Museum Kunstpalast, Dusseldorf, 1827
Queda mucho por comentar acerca de los marcos, las viñetas y esas cartelas, tan frecuentes en el rococó y el romanticismo, que se hallan presentes también en los primeros tiempos del cine. Sin embargo, lo que acabamos de ver es suficiente para nuestro propósito: ¡que no se escape del cuadro!

Pere Borrell del Caso, "Huyendo de la crítica", colección del Banco de España, Madrid, 1874

Fuente de consulta: thecult
           ¡Gracias por leerme! 

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